Ojo de mosca 124
El poder del pensamiento evolutivo
Martín Bonfil Olivera
Aunque lo más conocido de la ciencia suelen ser los nombres de científicos famosos (Newton, Einstein, entre muchos otros, y este año especialmente, Galileo y Darwin), en realidad en ciencia lo que importa no son los personajes, sino las ideas.
Y es precisamente una idea la que hizo famoso a Charles Darwin: la bautizó como “selección natural”, y formó parte del largo título de su libro Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la existencia, publicado hace 150 años (no 200, como tontamente se dijo en este espacio el mes pasado).
El concepto de selección natural revolucionó a la biología porque permitió entender un proceso fundamental de la vida, su evolución. Explica, mediante un mecanismo simple (relativamente hablando) y natural (haciendo así obsoletas las explicaciones sobrenaturales), cómo es que los organismos vivos —o, más bien, las especies— surgen, cambian y se adaptan a los ambientes en que viven.
Pero la utilidad de la gran idea de Darwin no se restringe a la biología. Ha resultado tremendamente fructífera en áreas muy distintas. Y es que la principal virtud del mecanismo darwiniano es ser capaz de producir buenos diseños.
Los organismos parecen haber sido “diseñados” para funcionar bien en su ambiente, igual que una herramienta se diseña para cumplir su función. La diferencia es que para obtener los diseños evolutivos no ha sido necesaria ninguna inteligencia: sólo el mecanismo ciego de la selección natural, que favorece la supervivencia y reproducción de las variantes mejor adaptadas que aparecen, casualmente, debido a pequeñas imperfecciones en los procesos de la herencia.
¿Qué pasará si aplicamos la misma idea en otros campos? ¿Si, por ejemplo, en vez de diseñar trabajosamente un fármaco para que —tal vez— combata alguna enfermedad, simplemente hacemos variantes al azar de una molécula prometedora, probamos su efectividad y escogemos la mejor, luego hacemos variantes al azar de ésta, y repetimos el ciclo varias veces? La “química darwiniana”, como se le conoce, ya ha comenzado a producir mejores fármacos con menos gasto y esfuerzo.
La computación es otro campo que se ha beneficiado del enfoque darwiniano: hoy muchos programas no se diseñan en detalle, sino que se dejan evolucionar, produciendo copias “mutantes” y seleccionando las que cumplen su función más eficazmente.
Y sabemos también que las ideas evolucionan: nacen, se reproducen, compiten, se adaptan… En última instancia, la totalidad de la cultura forma parte del mundo darwiniano. La idea de Darwin resulta ser tan poderosa que no deja de sorprendernos.
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