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La grandeza de algo pequeño

Vania Lizeth Navarrete

Foto: Shutterstock / Ilustración: Carla García

Tenía 15 años cuando fui seleccionada por el programa “Jóvenes hacia la investigación” para estar en un laboratorio de la UNAM. No tenía idea de qué se hacía en esos lugares, pero sí mucha curiosidad. Los primeros días fueron interesantes pero un poco aburridos: solo observaba lo que hacían los demás y tomaba nota, pero les preguntaba ¿para qué?, ¿cómo funciona?, ¿por qué? En el laboratorio estaban realizando varios experimentos que no comprendía del todo, pero se veían muy interesantes por lo que estudiaba mucho para entenderlos mejor.

Con el paso de los días las personas del laboratorio empezaron a confiar en mí y me ponían tareas sencillas como pesar sustancias, hacer soluciones, “pipetear” reactivos no muy importantes. Cada día me divertía más y lo mejor era que estaba aprendiendo muchas cosas.

Un día me dijeron que una parte esencial de su experimento era realizar extractos de algunas partes del cerebro de ratones; ese procedimiento era muy importante y lo iba a realizar una doctora con mucha experiencia, pero yo iba a poder observar. Cuando llegó ese día estaba muy emocionada. La doctora preparó los materiales, los todo en una máquina para que se mantuviera frío y cuando estuvo listo comenzó a cortar el pequeño cerebro de ratón. Lo hacía todo con mucho cuidado: extraía lo que era de su interés y desechaba lo demás. Con cuidado recogí las partes del cerebro que habían sobrado, las observé con admiración: jamás había visto un cerebro (o partes de cerebro).

Quedé impresionada de cómo eso que sostenía en mis manos, tan pequeño, tan frágil, era lo que a un ratón le permitía jugar, moverse, comer, e incluso aprender y que algo muy similar, aunque de mayor tamaño, era lo que me hacía a mí ser como soy. A partir de ese momento me gustó la ciencia y supe que me quería dedicar a ella, cuando vi la grandeza de un pequeño cerebro.