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Amor... por la ciencia
Miguel Ángel Morales L.
Ilustración: Carla García
Todos hemos sentido alguna vez amor por otras personas e incluso por nuestras mascotas. Tal sentimiento casi siempre se dirige a lo tangible, aunque también, con mucho menos frecuencia, a lo intangible como una idea, una sinfonía o, en este caso, la ciencia. Parto de la premisa de que el amor es un arte y, por lo tanto, amar la ciencia requiere conocimiento y esfuerzo. Lo anterior se contrapone a lo que la mayoría de la gente cree: que el amor es una experiencia con la que uno, por azar, se tropieza. Sin embargo, no se puede valorar un libro sin haberlo leído antes. En esto seríamos como un ciego queriendo entender un cuadro de Picasso o un manco intentando tocar un violín. No se puede “amar a primera vista” la ciencia; es necesario conocerla, como expresó Paracelso: “Cuanto mayor es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor”. Por ejemplo, Einstein, desde niño, tenía una gran curiosidad. Él mismo cuenta que su padre le regaló una brújula que lo mantuvo pensativo varios días; se preguntaba cómo es que la aguja siempre apunta al norte. La respuesta la halló en la ciencia... y aprendió a amarla.
Pero el amor, como algo que se va construyendo y fortaleciendo, también puede destruirse. El antídoto se encuentra en los descubrimientos, en la satisfacción de conocer a fondo un tema. Leer a Galileo o a Carl Sagan puede emocionar tanto que decidamos dedicarnos a la investigación científica. Entonces, nadie puede amar a la ciencia si antes no se ha atrevido a incursionar en sus diferentes disciplinas, a querer entender sus fenómenos, a conocer su método… Es así que, poco a poco, nuestro pensamiento se moldea; antes era confuso, ahora es crítico, ordenado y lógico. Miguel
Ángel Morales López
Ingeniería agroindustrial Universidad Autónoma Chapingo