Genética de lo humano
Gertrudis Uruchurtu
Fotos: Marie-Lan Nguyen/CC
En años recientes la comparación entre el genoma humano y el de otros primates ha permitido ahondar en la búsqueda de lo que nos distingue, en particular de nuestro primo más cercano: el chimpancé.
La noticia de la muerte de un chimpancé hembra el 30 de octubre de 2007 dio la vuelta al mundo. Se llamaba Washoe, tenía 42 años al morir y debía su celebridad a ser el primer primate no humano en aprender a comunicarse usando el lenguaje de señas. Washoe nació en el oeste de África y fue adoptada por una pareja de investigadores estadounidenses, con quienes aprendió ese lenguaje. Los últimos 20 años de su vida transcurrieron en la Universidad Central de Washington en Ellensburg. Sus habilidades —aprendió a usar unas 350 señas— despertaron el interés de numerosos científicos y se trató de replicar la experiencia con otros chimpancés, pero no ha habido otro que la supere o siquiera la iguale.
Lo que deja en claro la historia de Washoe, junto con la de muchos otros experimentos y observaciones de la conducta de estos animales, es que humanos y chimpancés nos parecemos. Pero ¿qué tanto? De acuerdo con los resultados del desciframiento del genoma de unos y otros, compartimos aproximadamente el 99% de nuestro ADN. Katherine Pollard, investigadora que participó en el desciframiento del genoma del chimpancé, expuso en la revista Scientific American en 2009 que de los 3000 millones de "letras" (las llamadas bases nitrogenadas) que componen el genoma humano, sólo 15 millones —menos del 1%— han cambiado en los más o menos seis millones de años transcurridos desde que los linajes del humano y el chimpancé se separaron. Y añade que la mayoría de tales cambios no tuvieron mayor efecto en la biología humana, pero "en alguna parte de esos 15 millones de bases están las diferencias que nos hacen humanos".
Imagen: Todd Preus, Yerkes Primate Research Center/CC.
El primo chimpancé
Evolutivamente, el chimpancé es nuestro pariente más cercano; compartimos un ancestro común. Hasta hace algunos años los paleoantropólogos habían deducido los cambios que condujeron a la evolución del chimpancé (Pan troglodytes) y del humano (Homo sapiens) mediante el estudio comparativo de escasas e incompletas muestras fósiles. A partir de 2003, año en que se secuenció primero el genoma humano y después el de muchos otros animales, incluyendo el del chimpancé, se abrió un gran espectro de posibilidades mediante la comparación de la secuencia de genomas. La posibilidad de rastrear en esta comparación los cambios genéticos o mutaciones que nos hicieron humanos ha facilitado el trabajo de los paleo-antropólogos y de los evolucionistas. Pero el verdadero reto no sólo ha sido encontrar las diferencias entre los genomas, también descubrir el efecto generado por cada una de las mutaciones, lo cual sólo se logra al realizar una enorme investigación experimental que está muy lejos de haber concluido.
Investigadores del Instituto de Genética Evolutiva de la Universidad Estatal de Pensilvania que han comparado nuestro genoma con el del chimpancé, publicaron en la revista Gene, en 2005, su estimación de que el 80% de los 23 000 a 25 000 genes que tiene el ser humano sufrieron mutaciones. En algunos casos se trató de uno o dos cambios, algunos de los cuales no produjeron ninguna alteración morfológica significativa.
Si una mutación ocurre en un gen que codifica las instrucciones para una fase fundamental del desarrollo, el resultado puede ser fatal. Sin embargo, si el primate sobrevivió a la mutación, y las nuevas proteínas que produjo su ADN generaron cambios que lo hicieron más apto para sobrevivir y reproducirse, las siguientes generaciones heredaron esos cambios y al tener ventajas sobre los que no los heredaron fueron predominando en número dando lugar a la evolución.
Como ha señalado Katherine Pollard, la comparación del genoma del humano y del chimpancé muestra que a lo largo de más de seis millones de años se produjeron unos 15 millones de estos "accidentes evolutivos" en los que se cambió la secuencia de las bases nitrogenadas o bien algunas fueron borradas o duplicadas. La gran mayoría de estas mutaciones no generaron cambios importantes porque no afectaron en gran medida la función del gen o bien porque se realizaron en secciones del ADN conocido como ADN "chatarra". Sin embargo, se calcula que unas 10 000 de estas mutaciones fueron responsables de la evolución de nuestra especie y de las diferencias que nos separan de nuestros primos más cercanos, los chimpancés. También ocurrieron una gran cantidad de activaciones y desactivaciones de genes que han influido en la evolución.
Localización de los genes AMY1, MYH16, FOXP2 y RNF213.
Linajes divergentes
A la fecha sólo se conocen algunos de los cambios genéticos que fueron claves para separar nuestro linaje del de los chimpancés y nos hicieron humanos. Estos cambios azarosos propiciaron el aumento del volumen del cerebro del Homo, lo llevaron a caminar erguido en dos pies y a fabricar utensilios cada vez más elaborados. Un mayor número de conexiones neuronales y cambios morfológicos le permitieron hablar, mejorar la comunicación con sus congéneres e incrementar la socialización. El resultado de esto fue una mayor capacidad de aprendizaje y pudo así elaborar nuevas y más complejas herramientas con las que incursionó en la agricultura. Nuevos alimentos cambiaron su dieta a una con mayor aporte energético que mejoraría sus capacidades físicas y mentales.
El volumen del cerebro del chimpancé es de aproximadamente 500 cm3 mientras que el del Homo sapiens es de alrededor de 1 250 cm3. No es difícil pensar que la diferencia de tamaño entre ambos es una razón determinante en la diferencia de capacidades entre las dos especies. Mucho se ha discutido sobre los hechos que influyeron en el aumento de volumen del cerebro del Homo. A Hansell Stedman, investigador de la Universidad de Pensilvania en Filadelfia, le llamó la atención la gran diferencia que existe en la fuerza que tienen para morder los músculos temporal y masetero del chimpancé y los del humano. El primero tiene una fuerza enorme al morder ya que además de usar esos músculos para despedazar su comida, los emplea como arma de combate y puede arrancar pedazos enteros de sus presas; el humano sólo los usa para masticar alimentos que generalmente son más blandos que los del chimpancé. En el estudio comparativo de ambos genomas, cuyos resultados se publicaron en marzo de 2004 en la revista Nature, se encontró que tuvo lugar una mutación en el gen MYH16, que codifica las instrucciones para la fabricación de la proteína muscular. Esto provocó que estos músculos resultaran menos potentes en el Homo que los del chimpancé. Para poder soportar la fuerza de los músculos masetero y temporal del mono, las zonas del cráneo en donde éstos se insertan son mucho más gruesas que las del Homo e incluso el chimpancé presenta una cresta en la parte media superior para sostenerlos. La solidez y el grosor de estos huesos impide la expansión del cráneo. La mutación que originó en el Homo músculos más débiles que no requerían un hueso tan grueso para soportar su inserción y contracción, ocasionó que las paredes de estos huesos se adelgazaran, y esto permitió que el cerebro pudiera expandirse.
Una vez que el tejido cerebral no se vio limitado en un espacio estrecho, fueron ocurriendo con el tiempo otras mutaciones que desencadenaron una serie de cambios que resultaron básicos para el crecimiento y desarrollo del cerebro. La parte de éste que más se desarrolló fue la más externa, llamada corteza. El crecimiento de la corteza fue tal que sufrió un plegamiento en gran cantidad de surcos y circunvoluciones. Es en la corteza cerebral en donde radican los procesos mentales más elaborados del ser humano, como el razonamiento, la planeación y las habilidades del lenguaje.
Se ha comparado el genoma de bebés afectados por un padecimiento llamado microcefalia con el de bebés normales. Los primeros nacen con un cerebro cuyo volumen corresponde a un tercio del de un bebé normal. En la microcefalia se han encontrado mutaciones en siete genes, todos ellos relacionados con la subdivisión de las células inmaduras del cerebro antes de que éstas emigren a su sitio final, así como con la generación de ramificaciones neuronales que les permiten realizar un mayor número de conexiones con otras neuronas. Uno de esos genes, denominado ASPM, está relacionado con la masa del cerebro neonatal. Investigadores de la Universidad de Chicago, dirigidos por Patrick Evans compararon la secuencia del gen ASPM humano con la de su equivalente en el chimpancé y encontraron que hubo una rápida evolución que nos separó de este primate; la investigación se publicó en la revista Human Molecular Genetics en 2004.
Energía para el cerebro
El cerebro de un chimpancé en reposo consume el 8% de la energía suministrada por los alimentos, mientras que el del humano requiere el 20%. ¿Cómo fue posible satisfacer la demanda de un cerebro más grande? Un padecimiento hereditario conocido como moyamoya, de mayor incidencia entre los asiáticos, es ocasionado por una mutación en el gen RNF213. Se caracteriza por la estenosis u oclusión de arterias que irrigan al cerebro, afectando el flujo sanguíneo a este órgano. El genetista Chris Tyler-Smith, del Instituto Sanger de Cambridge, encontró que hace millones de años algunos primates, como el gorila (cuyo genoma se descifró apenas en 2011) y el chimpancé, tenían un gen RNF213 igual al de las personas que padecen moyamoya, resultado que reportó en la revista Nature en marzo de este año. Él cree que una mutación del mismo gen puede haber sido la causa de que aumentara la circulación cerebral en el ser humano al ampliar el diámetro de esos vasos.
Otra mutación que favoreció la demanda de energía del cerebro ocurrió en los genes que codifican las proteínas transportadoras de glucosa que se encuentran en las paredes de los vasos sanguíneos, ya que la glucosa es su fuente básica de energía. La comparación de los genomas del chimpancé y el humano muestran que en el último hay un mayor número de los genes (SLC2A1) que codifican los transportadores de glucosa hacia el cerebro y un número menor de los que la transportan al músculo (SCLA4). Al parecer, perder eficiencia en la fuerza muscular fue el costo que tuvimos que pagar para desarrollar un cerebro más grande.
El don de la palabra
A los chimpancés se les ha entrenado hasta a comer con cubiertos, sin embargo, por más intentos que se han hecho, no se ha logrado que hablen. Además de marcadas diferencias neurológicas, físicamente es imposible que puedan hacerlo ya que la caja de resonancia de la voz, la posición de la laringe y las cavidades nasales son muy diferentes a las del humano.
El chimpancé y otros primates presentan en el hueso hioides (un hueso impar en forma de herradura situado en la parte anterior del cuello) una depresión semicircular en donde se acomoda una bolsa de aire que se comunica con la caja de resonancia de la voz. Esta caja permite a los primates emitir sonidos que amedrenten a otros animales. El paleoantropólogo Bart de Boer, de la Universidad de Amsterdam, encontró que el hueso hioides de los fósiles de Australopithecus afarensis, el homínido que vivió hace más de tres millones de años en África, muestra que aún tenían esa bolsa de aire, mientras que en los fósiles del Homo heidelbergensis que andaba por el mundo hace 600 000 años ya sólo se encuentran vestigios de ésta. En el Homo neanderthalensis, que vivió hace 200 000 años, había desaparecido. Se desconoce con exactitud cuándo ocurrió esta mutación, pero evidentemente dio paso a una ventaja evolutiva: cambió un agudo grito de guerra por una forma de comunicación mucho más compleja.
En 1990 en Inglaterra se descubrió una familia (conocida como la familia KE para mantener su privacidad) en la que a lo largo de tres generaciones la mitad de sus miembros presentaba una seria dificultad para hablar. Como este defecto era heredable, se dedujo que se trataba de un padecimiento genético. Después de 2003, cuando el genoma de miembros de la familia KE se comparó con el recién secuenciado genoma humano se observó que aquellos que tenían dificultad para hablar mostraban una mutación en un gen llamado FOXP2 (ver ¿Cómo ves? No. 137). Éste fue reconocido como "el gen del habla", sin embargo, no fue tan sencillo delimitar sus funciones como se creyó al principio, pues ahora se sabe que es un gen maestro que activa y desactiva una gran cantidad de otros genes involucrados en el aprendizaje de nuevas tareas. Hablar es una función compleja que implica aprender y memorizar ciertos movimientos de la boca y la laringe para generar sonidos específicos que además se relacionan con conceptos concretos o abstractos.
Al comparar las proteínas codificadas por este gen en los primates y en el hombre, Wolfi Enard del Instituto Max Planck encontró una diferencia en sólo dos aminoácidos, además de que se requieren dos copias funcionales del gen FOXP2 para poder hablar.
La adquisición del lenguaje como hoy lo conocemos atravesó por una serie de etapas a lo largo de milenios. Se especula que el lenguaje se inició con movimientos de las manos y expresiones corporales que se fueron acompañando de sonidos. Varios milenios deben haber transcurrido antes de que ideas complejas pudieran expresarse con palabras. Cuando esto se logró, influyó enormemente en las relaciones humanas, su socialización y la manera de pensar de una sociedad.
Cráneo de chimpance.
El menú de los homínidos
Svante Pääbo, antropólogo y evolucionista del Instituto Max Planck ha estado interesado en conocer los factores que impulsaron los cambios genéticos que condujeron a la aparición de los homínidos. Se trasladó a Uganda en Áf r ica pa ra observar los hábitos alimenticios de los chimpancés en su propio hábitat. Éstos son herbívoros y para obtener la energía que requieren para vivir pasan el 80% del día comiendo plantas de muy bajo valor energético. Pääbo sólo comía lo que comían los chimpancés, pero después de dos días desistió, pues esta comida resultó ser repulsiva, incomible e indigesta, como lo reportó en Nature en diciembre de 2010.
El genoma del chimpancé y el del ser humano difieren tanto en secuencia como en activación de los genes que regulan el proceso de alimentación. Esto ha llevado a Pääbo a asegurar que fue un cambio drástico en la dieta lo que disparó la evolución.
Josh Snodgrass, antropólogo de la Universidad de Oregon, cree que el consumo de carne fue lo que generó el desarrollo cerebral, ya que este órgano requiere de un mayor gasto metabólico y éste sólo podía obtenerse de la carne. Svante Pääbo, en cambio, asegura que un factor importante de la evolución fue consumir el almidón de raíces y tubérculos. Sin embargo, éstos requieren forzosamente ser cocinados y la evidencia arqueológica indica que hace sólo 80 000 años el Homo aprendió a controlar el fuego para cocinar.
Se cuenta con evidencia fósil de huesos en los que se observa que la carne les fue arrancada con herramientas de piedras cortantes. Estos huesos datan de hace 3.4 millones de años. Sin embargo, convertirse en carnívoro acarreaba para el Homo el peligro de ser atacado por sus presas, además de los riesgos de infecciones y parasitosis al comer carne cruda; debe haber sido más fácil alimentarse con tubérculos y raíces inocuos. En resumen, es difícil calcular cuándo ocurrieron estos acontecimientos pues los restos de lo que fueron las primeras cocinas no se fosilizaron.
Una alternativa importante para seguir el rastro de las tendencias alimentarias surgió cuando Nathaniel Dominy, antropólogo de la universidad de Dartmouth en Gran Bretaña, buscó y comparó los genes (AMY1) involucrados en la degradación del almidón, tanto en el genoma del chimpancé como en el del humano. Este gen codifica para una enzima que producen las glándulas salivales llamada amilasa, la cual se encarga de romper la molécula de almidón en moléculas de glucosa, el combustible celular por excelencia. El genoma del chimpancé contiene un par de estos genes, mientras que en el genoma humano se encuentran desde seis hasta 15 copias. De acuerdo con un artículo publicado en la revista Nature Genetics en 2007, un grupo de investigadores encabezado por George Perry, de la Universidad Estatal de Arizona en Tempe, considera que un error genético en el ancestro de los homínidos puede haber generado estas duplicaciones de genes, y con ellas se obtuvo la ventaja evolutiva que le permitió al humano alimentarse en forma más eficiente con el almidón de tubérculos y raíces predecesores de la papa, el camote o la yuca.
Seguramente en los próximos años se descubrirán muchos otros cambios genéticos que den cuenta de nuestras diferencias con los chimpancés, pero ya podemos decir que una larga serie de errores afortunados y casualidades fortuitas dieron lugar al Homo sapiens que hoy, con la masa gelatinosa de 1.3 kilos que es su cerebro, es capaz de cuestionarse sobre su propia existencia y aquello que lo hace humano.
Más información
- Agusti i Ballester, Jordi, Antes de Lucy: el agujero negro de la evolución humana, Ed. Tusquets, España, 2000.
- Boyd, Robert, Cómo evolucionaron los humanos, Editorial Ariel, España, 2001.
- González Candelas, Fernando, La evolución de Darwin al genoma, Universidad de Valencia, España, 2009.
- http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/ historia/histdeltiempo/mundo/prehis/t_evolu.htm
Gertrudis Uruchurtu, frecuente colaboradora de esta revista, es química farmacobióloga. Durante 30 años fue maestra de química de bachillerato y es egresada del Diplomado de Divulgación de la Ciencia de la DGDC - UNAM