Paleogenómica: ¿volverán los dinosaurios?
Gerardo Martínez Avilésy Federico Sánchez Quinto
Foto: cortesía de Federico Sánchez Quinto
Analizar el ADN de organismos del pasado no sirve solo para revivir especies antiguas (si acaso sirve para eso): también es un camino para entender mejor a nuestra especie y adaptar la atención médica a poblaciones específicas.
En 1977 el paleontólogo estadounidense Gerard Case invitó a su amigo Charles Pellegrino a ver unos insólitos fósiles que había encontrado en Nueva Jersey. Eran unos trozos de ámbar que habían estado enterrados cerca de 95 millones de años y que contenían cuerpos de mosquitos en perfecto estado de conservación. Charles Pellegrino era un escritor de imaginación desbordada, y el descubrimiento de su amigo lo puso a pensar. Pellegrino escribió que si las células de los mosquitos habían soportado el paso del tiempo dentro del ámbar, quizá lo mismo podría haber ocurrido con su ADN. Más aún, tal vez del vientre de los insectos podría extraerse material genético de su última cena. Y considerando los organismos de aquella época, ese ADN podía ser de dinosaurio. Dando aún más vuelo a su imaginación, Pellegrino conjeturó que, con tecnología adecuada, ese material genético podría usarse para revivir dinosaurios y otras especies extintas.
Las ideas de Pellegrino inspiraron al novelista Michael Crichton, autor de Parque Jurásico, pero también generaron controversia en la comunidad científica de principios de los años 80. En aquel entonces se pensaba que la molécula de ADN de un fósil se degradaba con el tiempo. Pero incluso si el ADN pudiera preservarse, las técnicas disponibles en esa época no permitían extraerlo ni descifrarlo. Pellegrino especuló que en menos de 30 años se contaría con la tecnología adecuada para manipular e investigar material genético antiguo. Tuvo razón: hoy en día hay un campo de la ciencia que se dedica a reconstruir y analizar información genómica de especies antiguas, y si bien no ha logrado revivir un dinosaurio (y quizá nunca lo haga), ha permitido obtener mucha información sobre la vida pasada y presente conservada en una cápsula de tiempo natural. El campo que estudia el ADN de organismos antiguos se conoce como paleogenómica.
La molécula de la información
Los seres vivos somos sistemas de enorme complejidad en los que una gran cantidad de funciones y procesos se llevan a cabo de manera coordinada. Gran parte de la información necesaria para la operación de tales procesos se encuentra codificada en el ADN. El ADN está hecho de cuatro componentes básicos, llamados nucleótidos, que contienen distintas bases nitrogenadas: adenina (A), timina (T), citocina (C) y guanina (G). Estos nucleótidos se encuentran repartidos en secuencia a lo largo de toda la estructura de doble hélice del ADN. Con las cuatro bases nitrogenadas pueden escribirse las instrucciones para realizar las funciones del organismo.
Considerar el ADN una molécula portadora de información tiene sus ventajas. Una de ellas es que podemos identificar los mensajes codificados en el ADN como genes. Un gen puede tener desde cientos hasta miles de pares de nucleótidos y su función principal es codificar información para fabricar proteínas. Leer el código genético no es fácil. Entre otras cosas, exige poder descifrar la función de cada gen. Solo el 25 % del ADN contiene información codificada en genes. El resto tiene funciones estructurales, de regulación y hasta funciones desconocidas. La información genética de todos los seres vivos del planeta está codificada en el mismo alfabeto de cuatro letras.
En la Tierra todos somos parientes en cierto grado. Los seres humanos, por ejemplo, compartimos el 60 % de nuestros genes con la mosca de la fruta. El porcentaje aumenta conforme consideramos especies evolutivamente más cercanas entre sí. Los científicos pueden comparar las secuencias genómicas de diferentes organismos (lo que se conoce como genómica comparativa). Conociendo las similitudes y las diferencias en los genomas de distintos organismos se puede inferir qué mecanismos evolutivos han actuado tanto en la conservación de características comunes, como en las divergencias genéticas entre los seres vivos. Los estudios de genética comparativa no están restringidos a organismos vivientes: las mismas técnicas pueden usarse para estudiar el material genético de organismos que vivieron en el pasado de la Tierra.
Mosquito fosilizado tras un banquete de sangre. Departamento de Paleobiología, Museo Nacional de Historia Natural, Instituto Smithsoniano. Foto: Cortesía de Dale Greenwalt.
Cápsulas de tiempo
En 1984 Russell Higuchi y Allan C. Wilson, de la Universidad de Berkeley, California, sabían de la existencia de una especie equina extinta conocida como quagga. Las quaggas se extinguieron hace poco más de 100 años por influencia humana. Algunos museos y zoológicos contaban con especímenes disecados muy bien conservados, de los que tal vez era posible extraer material genético. Sus colegas del Museo de Historia Natural de Maguncia, Alemania, les hicieron llegar muestras de tejido suave de una quagga disecada que había muerto en un zoológico hacía 140 años. A partir de la muestra fue posible por primera vez en la historia obtener ADN de una especie extinta. El análisis del material genético de la quagga sugirió una respuesta a un problema que había dividido a la comunidad científica: saber si las extintas quaggas eran evolutivamente más cercanas a la cebras o a los caballos. En un estudio publicado en 2005 en la revista Biology Letters, el equipo de Jennifer Leonard, Nadin Rohland y sus colaboradores, del Instituto Smithsoniano en Washington, determinó que las quaggas son más bien parientes de las cebras. Todo indica que la línea evolutiva de las quaggas se separó de la de las cebras hace entre 120 000 y 290 000 años, en el Pleistoceno. Después de la separación, las quaggas fueron perdiendo las rayas y comenzaron a parecerse (superficialmente) más a los caballos, lo que confundió a medio mundo.
Desde la obtención y secuenciación del ADN de las quaggas, hace poco más de 30 años, se ha avanzado mucho en la investigación paleogenómica. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como simplemente ir a los museos y tomar muestras de especies extintas. ¿Dónde podemos encontrar ADN antiguo? Casi cualquier lugar en donde se puedan encontrar restos de células es buen candidato para extraer material genético antiguo. Pero a diferencia de lo que ocurre con una quagga disecada, el tejido blando de un organismo tiende a descomponerse en condiciones naturales. Por eso los mejores lugares para encontrar ADN antiguo bien conservado son los tejidos o estructuras orgánicas que resisten el paso del tiempo. Hasta la fecha ha sido posible recuperar ADN antiguo a partir de huesos, dientes, pelo, tejido momificado, semillas, sedimentos y coprolitos (literalmente, popó petrificada). Si los restos son muy antiguos, el estudio es un poco más complicado.
Quagga. Samuel Daniels, African Scenery and Animals, Londres.
ADN antiguo
Los científicos que al principio se opusieron a las ideas de Charles Pellegrino tenían un poco de razón: la molécula de ADN se degrada con el tiempo. El material genético de los organismos vivos se encuentra en constante mantenimiento y reparación dentro de las células con la ayuda de mecanismos regulados por enzimas. Una vez que el organismo muere, dichos mecanismos dejan de funcionar y el ADN empieza a degradarse. El proceso depende de muchos factores, tales como la temperatura, el pH y el grado de exposición al ambiente. Por eso no hay un cálculo estandarizado y general que relacione la tasa de degradación con el tiempo transcurrido desde la muerte del organismo.
En un estudio publicado en la revista Nature en 2001 por el equipo de Michael Hofreiter, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, se estima que, en condiciones de salinidad fisiológica, pH neutro y una temperatura de 15 º C, el ADN de un organismo tardaría solo unos 100 000 años en deteriorarse hasta el grado de no poder estudiarse con las técnicas actuales. Pero dicha cifra puede variar si las condiciones de conservación son más o menos perjudiciales. Por ejemplo, en condiciones de frío extremo el ADN dura más.
El ADN más antiguo que se ha recuperado hasta el momento se extrajo de granos de polen encontrados en hielo del polo Norte que tiene una antigüedad de entre 800 000 y un millón de años. En lo tocante a mamíferos, se ha recuperado el genoma completo de los restos de un caballo del Pleistoceno atrapado en permafrost hace unos 700 000 años. En 2016 el grupo de Matthias Mayer, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, descifró una pequeña parte del genoma de un homínido de 430 000 años de antigüedad cuyos restos fueron encontrados en la Sima de los Huesos, España. Si bien el equipo solo pudo recuperar el 0.1 % del genoma, se trata de los restos de homíninos (parientes evolutivos de humanos y chimpancés) más antiguos que han podido ser estudiados con las técnicas de la paleogenómica. Es buen momento para reconsiderar las ideas de Pellegrino y de Parque Jurásico. Los dinosaurios se extinguieron hace 65 millones de años. Ahora bien, los procesos de degradación hacen extremadamente difícil recuperar ADN de mucho más de un millón de años: simplemente se degrada todo. Podemos decir que revivir un dinosaurio no se encuentra dentro de las posibilidades de la ciencia ni hoy, ni probablemente nunca.
Un laboratorio de ADN antiguo. Foto: cortesía de Federico Sánchez Quinto.
Contaminación genética
Probablemente el debate más importante desencadenado por el descubrimiento de los huesos de los neandertales en 1856 ha sido su grado de parentesco con los seres humanos modernos. ¿Son los neandertales nuestros antepasados? Por medio de estudios paleontológicos se sabe que los seres humanos llegaron a Europa más o menos en la misma época en la que desaparecieron los neandertales. ¿Fueron estos eliminados por los humanos, o se mezclaron ambas especies? Dada la antigüedad de los hechos y la dificultad de obtener evidencia completa, dicha pregunta mantuvo entretenidos a antropólogos y paleontólogos durante mucho tiempo. El ADN antiguo ha sido clave para resolver el debate.
El científico sueco Svante Pääbo, en ese momento asociado a la Universidad de Múnich, Alemania, es experto en extracción de ADN antiguo. Él había clasificado secuencias de momias egipcias, de mamuts congelados y de un famoso "hombre de hielo", llamado Ötzi, de unos 5 000 años de antigüedad, encontrado en los Alpes, en la frontera entre Austria e Italia. Junto con su becario Matthias Krings, Pääbo concentró su búsqueda de ADN antiguo fuera del núcleo celular para aumentar las probabilidades de recuperar material genético del mismo ejemplar de hombre de Neandertal que dio nombre a la especie. Para ello, los dos investigadores buscaron ADN en unos orgánulos celulares conocidos como mitocondrias, que se encuentran dispersos por toda la célula y cuya función es generar la energía celular. Cada mitocondria contiene una cadena de ADN que consta solamente de unos 16 600 pares de nucleótidos. Pero a diferencia del genoma del núcleo, del que cada célula contiene dos copias, existen de 500 a 1 000 mitocondrias con su propio genoma en cada célula. El hecho de que muchos de los estudios de evolución humana se hubieran centrado en ADN mitocondrial dio ventaja al equipo de Pääbo y Krings para poder hacer comparaciones del ADN mitocondrial de los neandertales con la correspondiente molécula de humanos modernos.
Un problema al que se enfrentó el equipo fue la contaminación. Los análisis de Pääbo y Krings eran tan sensibles que podían detectar cualquier muestra de ADN presente en el ambiente. Diariamente nuestro cuerpo desprende células de piel muerta, desparramando ADN. Para asegurar que estos estudios no se vieran afectados por el problema de la contaminación, un grupo de control dirigido por Mark Stoneking, de la Universidad de Pensilvania, replicó el procedimiento. Si los dos laboratorios obtenían los mismos resultados con las mismas muestras, entonces era razonable concluir que el análisis genético correspondía realmente a los neandertales y no a los investigadores.
Las pruebas fueron un éxito. Ambos equipos obtuvieron 379 pares de nucleótidos idénticos, con diferencias sustanciales con el ADN de los humanos modernos. Sus resultados fueron publicados en 1997 en la revista Science. Desde entonces se ha avanzado mucho en el conocimiento de la relación de los neandertales con el ser humano moderno (véase ¿Como ves? Núm. 141).
Durante sus estudios de doctorado en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, España, uno de los autores de este artículo, Federico Sánchez, junto con su equipo de colaboradores, estudió la historia evolutiva de los neandertales, caracterizando su diversidad genética, su estructura social y los procesos de mestizaje con los seres humanos. El equipo encontró que, si bien la estructura social de los neandertales era muy similar a la de los Homo sapiens, la diversidad genética de los neandertales representaba solamente la tercera parte de la que se encuentra en los seres humanos que fueron sus contemporáneos. Esto quizá hizo a los neandertales mucho más susceptibles a los cambios —especialmente climáticos— que ocurrieron durante el Pleistoceno. Pero el destino de los neandertales sigue siendo motivo de debate.
Reescribir la prehistoria
En los últimos años se ha echado mano de la paleogenómica para arrojar algo de luz sobre las añejas preguntas de quiénes somos y de dónde venimos.Después de sus estudios en España, Federico se unió al equipo de Mattias Jakobsson durante una estancia posdoctoral en la Universidad de Uppsala, Suecia. El equipo usó datos genómicos de individuos prehistóricos para descifrar la historia poblacional y el impacto demográfico de la llegada de la agricultura a Europa. Todo parece indicar que la agricultura llegó mediante migraciones graduales desde Oriente Próximo. A lo largo de su ruta, los agricultores se mezclaban con las poblaciones de cazadores-recolectores que habían habitado esas zonas durante miles de años, aunque a veces las desplazaban.
Federico también dedicó parte de su investigación a determinar el parentesco y la continuidad genética de varias generaciones de individuos agricultores enterrados en tumbas megalíticas por medio de estudios de ADN de los restos. Los resultados apuntan a un posible sistema patrilineal jerárquico multi-generacional, un comportamiento social que hasta hace poco se había supuesto que comenzó mucho tiempo después, hasta la Edad de Bronce. La paleogenómica puede darnos muchas pistas que nos hacen replantearnos lo que creíamos saber de nuestro pasado.
Lyuba, un mamut de 42 000 años de edad recuperado en el permafrost ruso.
El pasado, presente y futuro de nuestra salud
Todas las poblaciones humanas tienen una historia. Por ejemplo, los mexicanos de hoy somos el resultado de una serie de procesos de mestizaje de poblaciones indígena, española y en menor medida africana, entre otras, que se han estado mezclando desde la conquista hasta hoy. Muchas enfermedades o predisposiciones médicas tienen una base en los genes, por lo que conocer la estructura genética de la población puede brindarnos información muy valiosa y ayudarnos a implementar estrategias de salud pública adaptadas a las necesidades particulares de los mexicanos. Actualmente, Federico es investigador en el Instituto Nacional de Medicina Genómica, donde investiga la historia demográfica de la población de México. El objetivo de su investigación es entender mejor las bases genéticas de enfermedades complejas.
Estudiar el ADN de poblaciones ancestrales no solo nos abre una ventana para estudiar el pasado: en los últimos años ha sido también una poderosa herramienta para entender mejor quiénes somos en el presente. Sin embargo, la paleogenómica es una disciplina joven. Lo mejor está por venir.
- “Paleogenómica, análisis del ADN”, Cuadernos de Cultura Científica, https://culturacientifica.com/2016/07/14/paleogenomica-analisis-del-adn/.
- Nieves-Colón, María, Kelly Blevins, Miguel Ángel Contreras-Sieck y Miriam Bravo López, “Paleogenómica y bioarqueología en México”, Cuicuilco Revista de Ciencias Antropológicas, INAH, vol. 28, núm. 81, México, 2021, https://revistas.inah.gob.mx/index.php/cuicuilco/article/view/17129.
Gerardo Martínez Avilés es licenciado en física por la UNAM y doctor en astronomía por el Observatorio de Niza, Francia. Se dedica a leer, escribir y cuando puede, a viajar.
Federico Sánchez Quinto cursó la licenciatura en ciencias genómicas en la UNAM y realizó sus estudios de maestría y doctorado en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Actualmente es investigador en ciencias médicas en el Instituto Nacional de Medicina Genómica.