Arte y ciencia: cómo ponerle orden al caleidoscopio del mundo
Sergio de Régules
Gala mirando el mar Mediterráneo, Salvador Dali (1976)
Las artes, como las ciencias, empiezan en el mundo real. Luego se lanzan a todos los mundos posibles, y finalmente a todos los mundos concebibles.
Edward O. Wilson
Cecilia Andrés, titiritera, abandona entre aplausos el escenario de Universum, el museo de las ciencias de la UNAM. Con su número de “teatro de objetos” (la representación del romance fallido de un mocasín ingenuo y una zapatilla pérfida) termina la presentación del libro Las otras lecturas (Paidós, 2003). En este libro varios profesionales explican su manera de ver el mundo. Además de Cecilia Andrés, hay un músico, un poeta, una dramaturga, una cuentacuentos, un director de teatro qu trabaja con sordos, un payaso de alta escuela, un experto en cómics —todos artistas— y un científico, servidor de ustedes. Faltan en el libro muchas “lecturas” —la lectura religiosa, por ejemplo, y la política—. Pero las que sí están —el arte y la ciencia— se parecen más entre ellas que a otras formas de pensar porque ambas ponen la mira en la creatividad.
Todos pensamos igual
Prueba este experimento: haz a un lado tu ejemplar de ¿Cómo ves? y concéntrate en tus sensaciones. Trata de identificar todos los objetos que te rodean, los ruidos (piar de pájaros, ladridos a lo lejos), los olores (se queman las tortillas), tus sensaciones corporales (te pica la espalda). A tu alrededor están ocurriendo muchísimas cosas de las que no te diste cuenta mientras leías.
El cerebro humano es una máquina de ordenar el mundo. Entre la ensalada de sensaciones que recibe de los sentidos, el cerebro escoge sólo unos cuantos detalles para someterlos al análisis de la conciencia. Con esos detalles construye una imagen coherente de la realidad que nos permite actuar: esquivar peligros, procurarnos beneficios y placeres; en general, sobrevivir. La extraordinaria capacidad humana para desmenuzar el mundo, encontrarle sentido y anticipar vicisitudes —capacidad que tienen otros animales, pero menos desarrollada— fue la única arma que tuvieron nuestros antepasados primitivos para sobrevivir en un entorno poblado de depredadores más feroces y más fuertes que ellos. Todos hemos heredado esa capacidad.
De modo que cada cabeza es un mundo, pero sólo en los detalles superficiales. En el fondo, todos pensamos igual, y sería de esperarse que se note. El biólogo Edgard O. Wilson señala que, puesto que toda la cultura humana tiene como origen el cerebro, las fuentes de todo lo que hacemos habría que buscarlas en el funcionamiento de ese órgano. El origen común del arte y de la ciencia, según Wilson y otros, está en la capacidad del cerebro para imponer orden en el caos de la experiencia, y en el placer que nos produce ejercitar esta función.
La máquina de interpretar
El neurocientífico estadounidense Michael S. Gazzaniga es pionero de los estudios de personas con “cerebro dividido”. Se trata de enfermos de epilepsia a quienes, para mitigar el mal, se les había cortado quirúrgicamente el puente que une los dos hemisferios del cerebro, llamado cuerpo calloso. Como la facultad de hablar reside sólo en el hemisferio izquierdo, al cortar el cuerpo calloso el otro hemisferio se queda “mudo”, porque, si bien sigue percibiendo, no puede pasar la información al lado derecho para que éste la verbalice. Una persona con el cerebro dividido es, en cierta forma, como dos personas, porque el hemisferio cerebral que queda incomunicado piensa, toma decisiones y actúa sin que el paciente se entere siquiera de estas operaciones.
Gazzaniga cuenta de un experimento que realizó hace 30 años con su colega Joseph E. LeDoux. El objetivo era estudiar cómo reaccionaba el hemisferio izquierdo a las acciones del derecho, cuyos motivos le estaban ocultos. Colocaban una barrera entre los ojos del paciente, para separar el campo visual en izquierdo y derecho. Así cada hemisferio cerebral recibía un estímulo visual distinto sin saber lo que veía el otro. Cada hemisferio veía una imagen grande que tenía que relacionar con una de cuatro imágenes pequeñas señalándola con la mano correspondiente. Al hemisferio derecho se le mostraba una pata de ave, que relacionaba con una gallina. Luego se le pedía al paciente (o a su hemisferio izquierdo, donde reside el habla), que explicara, sin ver el paisaje nevado, por qué había elegido la pala con la otra mano. El hemisferio izquierdo, que no tenía más información que la de su gallina, concluía que la pala elegida por el hemisferio derecho debía ser para limpiar de excremento del gallinero. Al parecer, el cerebro tiene una necesidad imperiosa de encontrarle significado a lo que percibe.
Gazzaniga y LeDoux llamaron a esta capacidad de inventiva del hemisferio izquierdo el “mecanismo interpretador”. Esta función mental se encarga de encontrar “narrativas”, o patrones, coherentes en los datos de los sentidos, y al parecer si no los encuentra, ¡los inventa! Cualquier cosa con tal de no dejar el mundo en desorden. El mecanismo interpretador de Gazzaniga y LeDoux, por ejemplo, nos lleva a recordar el pasado como una sucesión de acontecimientos definidos y ordenados en vez del caos multitudinario que en realidad fue.
Encontrar patrones
Me pregunto si este mecanismo interpretador del hemisferio izquierdo también podría ser el responsable de nuestra tendencia a asociar mentalmente los acontecimientos que se nos presentan juntos. Si vemos un rayo y luego oímos un trueno, de inmediato concluímos, acertadamente, que están relacionados. Pero también asociamos sucesos que ocurren juntos por casualidad, como —digamos— prender la luz y que al mismo tiempo se produzca un estallido, como me sucedió una vez (¡que susto!). Cuando dos sucesos ocurren a la vez tendemos a pensar que uno es causa del otro, y con más razón si suceden juntos muchas veces. Ésta es la base del principio de inducción, fundamental para la ciencia, que consiste en extraer las leyes generales (siempre que suceda A, ocurrirá también B) a partir de observaciones particulares (he visto muchos As seguidos de Bs). Sin el principio de inducción no podríamos encontrar los patrones y repeticiones que nos permiten formular “leyes de la naturaleza”. Ni siquiera sabríamos si mañana va a salir el Sol.
El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. Miguel de Unamuno
El mecanismo de Gazzaniga y LeDoux no es el único módulo cerebral programado para encontrar patrones y relaciones. Buscar regularidades (o inventarlas) también es característico de otros departamentos cerebrales que operan sin que intervenga la conciencia, como la percepción visual. Ésta ocurre en etapas, al pasar la información de las retinas a distintas regiones del cerebro, cada una de las cuales recoge y pone orden a un aspecto de la información —diferencias de iluminación entre los puntos que componen la imagen, orientación de las líneas, forma de los objetos, dirección de movimiento—. Nuestros cerebros son particularmente buenos para encontrar patrones que parecen caras… tanto, que las vemos hasta donde no las hay. “Si al hombre se le ocurrió crear sus propias imágenes”, dijo Pablo Picasso, quizá refiriéndose a este fenómeno, “es porque las descubrió en su entorno, casi formadas y a su alcance. Las vio en un hueso, en la superficie irregular de las paredes de una caverna, en un trozo de madera”.
De modo que nuestra percepción está programada para encontrar patrones y relaciones en la información que los sentidos obtienen de la realidad. Honestos patrones construimos teorías científicas. Pero al mismo tiempo el cerebro es capaz de generar patrones y relaciones del mismo tipo que los que encuentra en el mundo. Con ellos forma trazos, historias, danzas, música, objetos… Son las obras artísticas.
Leer entre líneas
Me pregunto, asimismo, si el mecnismo interpretador será lo que nos permite entender insinuaciones y completar patrones parciales. Si es así, entonces Gazzaniga y LeDoux han descubierto también por qué podemos “leer entre líneas”, función cerebral que se aprovecha mucho en el arte y que es indispensable en la ciencia para formular hipótesis a partir de datos parciales.
Uno lee entre líneas cuando deduce de la información que recibe más de lo que ésta contiene. Por ejemplo, si en la novela que estás leyendo aparece un personaje desaliñado que camina cabizbajo y arrastrando los pies, no hace falta que el autor añada que al personaje le ha ido mal en la vida. Dejar información entre líneas es una técnica que en literatura sirve para enganchar al lector. Por eso los escritores literarios recomiendan mostrar en vez de decir, presentar las situaciones dramatizadas en lugar de narrarlas directamente. Confían en que el lector haga las asociaciones necesarias y complete la información con sus propias ideas.
Relacionar lo contiguo y completar información también nos permite generar y entender las metáforas, tan necesarias en la literatura. Las metáforas sirven para extender las posibilidades expresivas del lenguaje porque permiten relacionar lo desconocido equiparándolo con lo conocido. Aparecen cuando percibimos (o inventamos) una relación entre dos cosas que a primera vista no la tienen. Una metáfora es una comparación implícita, como la “caricia del viento”. Pero también es metáfora la ecuación que usa el físico para decribir un fenómeno natural. La ecuación, por precisas que sean sus predicciones, no es el fenómeno, pero tiene la ventaja de que la podemos manipular y entender. Si podemos equipararlos, tal vez podamos manipular y entender el propio fenómeno.
El cine saca mucho partido de las habilidades del cerebro que hemos discutido. En los años 20 los directores soviéticos Lev Kuleshov y Serguéi Eisenstein inventaron la técnica del montaje, que consiste, en esencia, en la yuxtaposición significativa de imágenes. Kuleshov realizó un experimento que consistió en intercalar tomas de un rostro inexpresivo con: 1) un plato de sopa, 2) el cadáver de una joven en un ataúd y 3) un niño jugando con una pelota. Aunque la expresión del actor era la misma, el público la interpretó como hambre en el primer caso, dolor en el segundo y amor en el tercero. Eisenstein, en su película La huelga, intercaló tomas de la policía dispersando violentamente a unos huelguistas con tomas de vacas en el matadero (tú descifra el mensaje entre líneas…). Hoy en día hasta las peores películas echan mano de esta técnica para narrar dejando que la mente del espectador haga parte del trabajo.
Saber ver
Cecilia Andrés es una señora alta y guapa. Sale de escena caminando con elegancia y sonriendo al público. Va descalza porque la pérfida femina de la historia que acaba de contarnos es su propio zapato, que se transformó en personaje al quitárselo Cecilia con un gesto teatral y envuelta en música. Para leer una historia de desamor en un par de zapatos se necesita una mirada especial, capaz de penetrar en lo ordinario y encontrar lo extraordinario.
Hay muchas más cosas en el mundo de las que saltan a la vista. Para empezar, está la profusión de los detalles que se nos escapan (o que el cerebro filtra). Pero además hay una buena parte de la realidad a la que no tienen acceso nuestros sentidos. Hoy sabemnos que existen sonidos que no oímos por ser nuestros sentidos insensibles a sus frecuencias, luz que no vemos por la misma razón y otros elementos ocultos en el universo: campos eléctricos y magnéticos, organismos microscópicos y partículas submicroscópicas. Leonardo da Vinci expresó escuetamente la mejor estrategia para asimilar semejante universo en forma de obras artísticas y teorías científicas: dijo que era indispensable saber ver. O sea, aguzar la percepción (aguzar todos los sentidos) y saber interpretar imaginativamente lo que nos dicen. El artista y el científico no se conforman con la primera apariencia de las cosas.
Orden y belleza
En otro momento de la presentación de Las otras lecturas, la dramaturga Berta Hiriart nos tiene muertos de risa. Fingiéndose nerviosa, se lamenta de tener que explicar el teatro. “Una dramaturga no es la persona más indicada para hacerlo”, dice, poniendo entre ella y el público una silla a manera de escudo. “El teatro tendría que explicarlo un personaje”, dice Berta, y al enumerar las características del personaje idóneo para esa labor, éste se materializa en escena como si la dramaturga lo hubiera conjurado: es una arqueóloga, o más bien una criptógrafa, “capaz de leer las huellas de los zapatos”, añade Berta.
La doctora Paulus —así se llama el personaje— ayuda a Berta a ilustrar cómo constituye el dramaturgo tramas y personajes a partir de los acontecimientos cotidianos. ¿Que en las noticias dicen que en Noruega se ha prohibido usar focas en los circos? De inmediato la mente de la dramaturga empieza a urdir la historia de Thruda, una foca albina, y Balder, el niño cirquero que la alimenta y la mima. ¿Qué pasará con Thruda y Balder si se aplica la nueva ley?
La belleza es la unidad en la variedad. Samuel Taylor Coleridge
Los dramaturgos —dice la doctora Paulus— “toman unos cuantos detalles, los agrandan, los reordenan, los resignifican”. Una pieza teatral está compuesta de escenas que, representadas en un orden cuidadosamente calculado, nos van mostrando a los personajes y revelando la trama en la que están implicados. La vida puede ser caótica, pero la obra artística no, (en general no, aunque desde principios del siglo XX se produce también arte en el que interviene el azar). Un dramaturgo es una especie de constructor “en busca de exactitud, de orden, de belleza”.
Exactitud, orden y belleza es precisamente lo que persigue un científico cuando construye teorías. Johannes Kepler, uno de los más famosos estetas de la ciencia, encontró, a principios del siglo XVII, el orden oculto detrás de la complicadísima danza de los planetas. Luego de muchos dolores de cabeza, Kepler consiguió comprimir los movimientos planetarios en tres enunciados —las leyes de Kepler— que establecen relaciones matemáticas simples entre la forma de la trayectoria planetaria, la distancia que lo separa del Sol y el tiempo que tarda en dar una vuelta alrededor de éste. Con eso redujo a tres simples trazos lo que había sido un horrible enredo.
Jacob Bronowski, matemático y literato británico, dijo: “Cuando el poeta y filósofo Samuel Taylor Coleridge trataba de definir la belleza, volvía una y otra vez a una profunda reflexión: la belleza, decía, es la unidad de la variedad. La ciencia no es otra cosa que la búsqueda de la unidad en la variedad de la naturaleza —o más precisamente, en la variedad de nuestra experiencia—. La poesía, la pintura, las artes son las misma búsqueda de unidad en la variedad”.
Por cierto, las leyes de Kepler no unificaban sólo los movimientos planetarios conocidos. Se aplican igual de bien a todos los movimientos planetarios posibles. “Las artes, como las ciencias, empiezan en el mundo real”, dice Edgard O. Wilson.“Luego se lanzan a todos los mundos posibles, y finalmente a todos los mundos concebibles”.
Arrebato y talacha
El arte no es sólo imaginación y arrebato. Construir una novela de 300 mil palabras, o una sinfonía con una dotación de 37 instrumentos que coordinará durante 45 minutos las acciones de cerca de 100 músicos exige, además de inspiración, una dosis generosa de laboriosidad, de medición y cálculo. Berta Hiriart no podrá contarnos eficazmente la historia de Balder y Thruda si no invierte mucho trabajo en pulir sus escenas y ordenarlas juiciosamente para producir el efecto de movimiento continuo que exige una obra de teatro si no ha de aburrir a los espectadores. Las obras artísticas no nacen de la pura inspiración.
Las teorías científicas, por su parte, no son sólo medición y cálculo. Cuando los científicos se topan con lo inexplicado, su reacción es empezar a emitir hipótesis a diestra y siniestra (como ilustra el caso de la llamada “energía oscura”, recién descubierta y que los cosmólogos están tratando de explicar, véase “El Universo desconocido”, ¿Cómo ves? No. 58, septiembre 2003). Cuantas más hipótesis imaginativas haya, más probable será que alguna dé en el clavo.
Cada cual impulsa su hipótesis y la echa a competir en una arena donde tiene que superar muchas pruebas. Una de ellas es, desde luego, la de ajustarse a la realidad, pero no basta. En la historia de la ciencia se han dado muchos casos en que dos o más teorías explicaban igual de bien el mismo fenómeno. Cuando esto sucede, los científicos se inclinan por la más sencilla y elegante, es decir, la que explica más con menos elementos. El criterio aquí ya es estético, no racional.
Estética en la ciencia
Los criterios estéticos no sólo ayudan a discriminar entre teorías rivales, también han servido para generar nuevas teorías y encontrar nuevos fenómenos.
Albert Einstein publicó en 1905 una nueva teoría del movimiento —la teoría especial de la relatividad— que permitía explicar ciertas observaciones experimentales que desarmonizaban con la teoría anterior. Pero luego Einstein extendió la teoría al caso más general por un afán de completitud, para hacerla más simétrica y redonda. Nada en el mundo físico le exigía a Einstein crear esa nueva teoría. La motivación fue puramente estética. Así obtuvo Einstein la teoría general de la relatividad y con ella hizo una predicción insólita (la luz no viaja en línea recta cuando pasa por un campo gravitacional intenso), que al poco tiempo se confirmó.
El físico escocés James Clerk Maxwell reunió las cuatro ecuaciones que habían obtenido otros investigadores en experimentos con electricidad. Maxwell se dio cuenta de que las ecuaciones formaban un conjunto simétrico y armonioso. Había una ecuación para el campo eléctrico y otro para el magnético con la misma estructura matemática. Otras dos ecuaciones mezclaban efectos eléctricos y magnéticos. Pero la simetría entre estas dos no era perfecta. Para tener la misma estructura matemática había que añadir un término a una de ellas, lo cual Maxwell hizo sin demora (para ser francos, el propósito no era exclusivamente estético; el término también resolvía ciertas inconsistencias matemáticas). Con las ecuaciones modificadas para hacerlas perfectamente simétricas, Maxwell predijo la existencia de ondas de campos eléctricos y magnéticos. Al poco tiempo el físico alemán Heinrich Hertz descubrió experimentalmente estas ondas electromagnéticas, que hoy tienen muchas aplicaciones: radio, televisión, radar, telefonía celular, horno de microondas, control remoto por rayos infrarrojos y las que se me olvidan.
Convergencia
“El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre”, decía el escritor español Miguel de Unamuno. Según algunos biólogos, esa manía de poner lógica —u orden— en el caleidoscopio del mundo se desarrolló en nuestra especie por ser favorable para la supervivencia. Como por lo general, nos gusta hacer lo que es bueno para la especie, no es de extrañar que ejercer nuestra facultad interpretadora nos produzca placer. Nos deleita entender e inventar. Nos deleita el trabajo laborioso de dar forma a una teoría científica o a una obra artística (y el trabajo, a veces también laborioso, de apreciarlas). Ciencia y arte comparten el placer de crear.
Sergio de Régules es físico y divulgador de la ciencia. Su libro más reciente es Las orejas de Saturno (Paidós, 2003), un libro escrito para leerse plácidamente junto a una piscina. Su columna de divulgación aparece los jueves en el periódico Milenio.