De letras 231
Bromas de mal gusto
Ana María Sánchez
El mal gusto es prácticamente imposible de definir, no sólo por ser subjetivo sino porque cambia con la moda, las tendencias, la clase socioeconómica y la ubicación, entre otras muchas consideraciones. Para algunos la carroza calabacera en la fiesta mexicana tradicional para celebrar los 15 años de una jovencita es el epítome del mal gusto; para otros lo es tener un Ferrari rojo en una colonia proletaria. Un mal gusto menos sujeto a la apreciación clasista o a la sospecha es el que manifiestan las bromas fuera de lugar. No tener idea de lo desatinado de una broma suele obedecer a la insensibilidad o a la confusión.
Empecemos por un destacado ejemplo literario: la guasa que hace Ludvik, personaje de La broma, novela de Milan Kundera. Ludvik, alumno de la Universidad de Praga, tiene la ocurrencia de burlarse abiertamente de la ideología en los tiempos de la cerrazón comunista, a sabiendas de que toda desviación es vigilada y delatada. Las consecuencias son terribles: lo arrojan de la universidad, del partido, de la sociedad... Finalmente lo mandan a trabajos forzados. Al principio nos solidarizamos completamente con él: ¡por favor!, una fresca broma hecha por un muchacho veinteañero, con fina ironía, etc. etc. En estos tiempos, muy pocos defenderían el régimen comunista y sus horrores. Pero conforme avanza la novela y Ludwik se amarga más y desea vengarse de una manera muy egoísta, dejamos de darle la razón; nos damos cuenta de que su broma fue producto de la inmadurez y, por injusto que nos parezca lo sucedido, tiene que asumir la responsabilidad que le toca. La broma de Ludvik fue de mal gusto en ese sentido: una osadía graciosa pero fuera de lugar y de momento.
Abandonemos el mundo de la ficción y pasemos a las bromas crueles. No me refiero al chicle pegado en el pelo a mansalva, típico de la secundaria, que sin duda es bastante molesto. Me refiero a asuntos trágicos que se hacen pasar por jocosos. Hace tiempo un payaso con nombre de frutita tuvo el mal gusto de hacer un chiste a costa de los niños que fallecieron en el incendio de la guardería ABC. Nadie defendió su derecho a la libre expresión, ni siquiera se habló de mal gusto. Fue señalado por insensible y condenado por la sociedad y los medios.
En otra dimensión relativa a un hecho trágico, ya han corrido por allí chistes sobre los recientes terremotos, algunos de peor gusto que otros, sobre todo si se piensa en las desgracias que sufrieron muchos mexicanos. Esta manera “sana” de liberarse de la tensión no es nueva: se remonta al sismo de 1985, cuyas consecuencias fueron todavía más terribles. Por ello me llama la atención que en un magnífico libro de divulgación sobre el tema, Los sismos, una amenaza cotidiana, publicado en 2016, los diseñadores editoriales hayan tenido el mal gusto de mezclar un texto muy logrado, que incluye no solo información científica sobre el fenómeno sino también asuntos vitales de protección y seguridad así como imágenes reales de los terroríficos derrumbes del evento de hace 32 años, con ilustraciones de figuras jocosas que parecen decirnos: ¡si no es para tanto!
Mal gusto de otra índole es pretender ser desenfadado recurriendo a lo grotesco. Un ejemplo es la campaña que utiliza una famosa porra universitaria para inculcar valores a la comunidad estudiantil. El último cartel que vi en un camión decía algo así como “Una porra para los que no chupan en las instalaciones”. En su pretendido afán por ser graciosamente populachero, una consigna de tan baja calidad solamente logra hacer pueril el contenido, cuando no repelente. Con decir que me pareció preferible la campaña anterior, de unos seres humanos desnudos de espaldas aspirando a no ser maltratados. ¡O la de antes sobre los valores universitarios, un claro ejemplo de que nuestros actos trascienden! Algunos pensarán que me falta el sentido del humor. Yo aspiro a que no me falte el buen gusto.