21 de diciembre de 2024 21 / 12 / 2024

De letras 238

Papel verde

Ana María Sánchez

“Pues cómo ves”, me dijo el editor sin siquiera hacer alusión a nuestra querida revista. Me tendió un libro de no menos de 300 hojas aunque ligero como una pluma. Tenía muy buen aspecto, y no solo por su diseño convencionalmente atractivo o por su tamaño ergonómicamente perfecto, sino por una banda color verde hoja que delimitaba el primer sexto de la portada de arriba hacia abajo. Sustentabilidad, anunciaba el título, tema oportuno y actual, si los hay. Se trataba de una compilación de textos sobre un concepto considerado clave para la supervivencia de la humanidad.

El editor estaba orgulloso del libro recién salido de la imprenta porque, como dijo, era un ejemplo de congruencia: un libro sobre sustentabilidad sustentado (me sonrió: “perdón”) en el reciclaje: papel, pastas, tinta. No cabía más congruencia.

En verdad el papel era hermoso. Yo siempre me había imaginado el papel reciclado como algo medio sucio, como para hacer bolsas de basura; una especie de periódico borroneado para envolver hígado de puerco en la carnicería del barrio. Nada de eso. Era el papel más limpio y agradable que haya visto. De peso perfecto. Sin la luminosidad hiriente y orgullosa del bond, con pinceladas leves de un inesperado siena, un verde apenas definido, pura sutileza. Y tan agradable posar los ojos en su superficie: ningún reflejo.

Me gustó por eso de la congruencia, su apenas insinuado verdor. Me recordó, por supuesto, lo que cuenta el melancólico narrador del Manual de pintura y caligrafía mientras hace antesala en el despacho del ingeniero S. Por una ventana alcanza a distinguir “a un hombre sentado ante una mesa de despacho, con un montón de papeles verdes delante”. El hombre, decididamente un burócrata, se dedica a poner un sello con un instrumento enigmático que “se asentaba sobre el papel verde bruscamente dejando una mancha negra que, desde la distancia, era sólo un borrón”. Pensé decepcionada que el gran José Saramago no se refería en su novela a un papel reciclado, a pesar de haber encabezado la campaña Libros Amigos de los Bosques. Dicha iniciativa, lanzada junto con J. K. Rowling, Isabel Allende, Günter Grass y Margaret Atwood, entre otros muchos, pugnaba por que las editoriales dejaran de usar papel procedente de la destrucción de bosques primarios; al tratarse de autores muy famosos, podían darse el lujo de negarse a que los editores imprimieran sus muy vendidos libros en un papel que no se hubiera obtenido de modo ambientalmente correcto o respetuoso del ambiente, de lo cual exigían la certificación correspondiente.

Mi atención volvió nuevamente al libro. La tinta, de un negro ligeramente verdoso, producía una impresión de descanso a los ojos. “Nada de químicos”, dijo el editor ufano (con una sonrisa tan inocente que fui incapaz de criticar su vulgar uso del término químicos para significar venenos), “es tinta orgánica reciclable cien por ciento”. Me explicó que la admirable tinta provenía de una especie de calamar prácticamente extinto. Vio la duda en mis ojos, así que añadió: “Con lo que cuesta la tinta se mantienen reservas de la biosfera marina para defender a la especie de los depredadores” (donde no se incluyó, por supuesto).

Para evitar el tema de la tinta alabé la hermosura del papel. Por primera vez frunció las pobladas cejas: “Nos salió carísimo”. ¡Cómo!, exclamé. “Reciclar una tonelada de periódico ahorra una tonelada de madera, pero es necesario invertir en el desecho de desperdicios tras fabricar la pasta, muchísimos litros de agua, mucha energía. Y claro, hay que blanquearlo”. Yo sé que reciclar para fabricar papel consume más combustible que si se fabrica nuevo. Un libro caro, sin duda. Es de esperarse, dije para consolarlo, que con el tiempo y la prosperidad de los bosques se probará la bondad del reciclaje.

Me fui a casa con mi ejemplar de regalo y empecé a leerlo. Era tan congruente el libro que todos los textos eran reciclados.

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