Ojo de mosca 260
Las razones de la seudociencia
Martín Bonfil
Foto: Komsan Loonprom/Shutterstock
Aunque son palabras modernas, la desinformación y las noticias falsas no son fenómenos nuevos. Han existido siempre, y siempre seguirán presentes.
Pero hoy, en la era de internet, las comunicaciones instantáneas, y muy especialmente las redes sociales, la difusión de información falsa, inexacta o manipulada ha florecido como nunca antes en la historia.
A veces la desinformación es producto de la falta de acceso a información confiable: alguien halla un dato, una explicación de algún fenómeno, y le parece creíble y lo comparte con sus contactos.
Pero también hay personas interesadas, por las más diversas razones —estafar incautos; promover ideologías; oponerse a un régimen político, y hasta el malsano placer de crear caos y sembrar discordia— en difundir información deliberadamente falsa o distorsionada para manipular a quien la recibe.
Las épocas de tensión social o inseguridad —elecciones, crisis económicas, guerras, desastres como terremotos o pandemias— son especialmente propicias para que la desinformación prospere y se difunda, a veces con resultados graves.
Un claro ejemplo es la abundancia de rumores sin fundamento sobre la pandemia de COVID-19. Desde teorías de conspiración que afirman que el coronavirus que la causó fue “diseñado en un laboratorio” de algún gobierno o una empresa transnacional (¿para beneficio de quién?), hasta la promoción de supuestos remedios milagrosos para evitar o combatir la infección, que van desde las gárgaras de limón con bicarbonato hasta la inyección de desinfectantes caseros.
¿Por qué hay tantas personas que difunden estas noticias y creen sinceramente en ellas? No es que sean “tontas” o “ignorantes”, porque incluso individuos de probada educación e inteligencia llegan a pensar que son ciertas. Probablemente hay razones menos obvias que tienen que ver con la forma de funcionar de nuestro cerebro.
El ser humano prefiere siempre las explicaciones claras, simples, que “suenen” lógicas, coincidan con nuestra intuición natural, y puedan comprenderse rápidamente y sin mucho esfuerzo intelectual. Todas éstas son características de las noticias falsas y la desinformación. Por el contrario, las explicaciones científicas son con frecuencia complejas y abstractas, contradicen nuestras expectativas y a veces están llenas de incertidumbre, sobre todo cuando nos enfrentamos con fenómenos nuevos, como esta pandemia.
Además, las noticias falsas y teorías conspiratorias responden a la angustia que nos ocasionan los sucesos caóticos, fuera de nuestro control, y parecen mostrar que hay un plan detrás de lo que ocurre, que alguien está al mando, o al menos entiende lo que está sucediendo y nos puede dar soluciones sencillas.
Al final, como dijo el famoso guionista de cómics Alan Moore, “quienes creen en teorías conspiratorias lo hacen porque es más reconfortante. Pero la verdad es más aterradora: nadie tiene el control”.
Ante ello, la ciencia nos ofrece no soluciones simples, inmediatas ni absolutas, sino la posibilidad de obtener conocimiento confiable, sin engañarnos, para con él buscar soluciones quizá imperfectas, pero reales, a nuestros problemas.
Nada más, pero nada menos.