Ojo de mosca 285
Teorías de conspiración
Martín Bonfil
No hay persona que no haya estado expuesta a alguna teoría de conspiración.
Las hay que parecen simplemente absurdas, y en cierto modo inofensivas, como la creencia en platillos voladores tripulados por marcianitos verdes que nos vigilan desde las nubes, o la idea de que la Tierra es plana.
Otras, en cambio, pueden sonar muy convincentes, lo que las hace extremadamente peligrosas: negar la existencia del VIH (el virus que causa el sida), el pensamiento antivacunas, ignorar la realidad del catastrófico cambio climático, o promover, en medio de una pandemia como la de COVID-19, el uso de “remedios milagro” tóxicos, como el dióxido de cloro.
Se han propuesto muchas posibles causas del éxito de este tipo de teorías conspirativas. Entre otras, la falta de información confiable, la desconfianza generalizada hacia las autoridades (incluidas las sanitarias y científicas), la presión de grupo que nos lleva a adoptar las creencias de nuestro círculo social sólo para “encajar”…
Además, estas ideas suelen ser fáciles de entender y suenan “lógicas” a primera vista (a diferencia de la ciencia, cuyas explicaciones suelen ser complejas y contraintuitivas).
Y no olvidemos la aparición de internet, las redes sociales y los dispositivos digitales de comunicación como computadoras y teléfonos inteligentes, que permiten que la información —y también, por desgracia, la desinformación— se difundan instantáneamente por todo el globo.
Pero hay otro elemento vital para explicar el éxito de las teorías de conspiración. Detrás de todas ellas está, como indica su nombre, la suposición implícita de que hay una conspiración, un complot: una persona o grupo de personas que planearon lo que está sucediendo, que de algún modo se benefician de ello, y se las han ingeniado para mantener engañada a la población mundial y cumplir así sus malévolos planes.
Este tipo de pensamiento es, en cierto modo, natural al ser humano. Las cosas ocurren porque alguien las causa, piensa un niño; detrás de todo suceso debe haber una intención. “Las cosas pasan por algo”, se dice.
Pero la ciencia nos ha enseñado que las cosas no siempre pasan por algo. Los objetos no caen al suelo debido a que alguien lo ordene; las especies no evolucionan para avanzar en una dirección predeterminada; las epidemias, sismos y huracanes no ocurren debido a la voluntad de nadie.
De la misma forma, hay acontecimientos en el mundo humano, como los atascos de tráfico, las fluctuaciones del mercado o algunos movimientos sociales, que no tienen una “causa” concreta, y mucho menos obedecen a un plan. Como los fenómenos naturales, ocurren debido a la estructura del sistema y a su propia dinámica interna.
Quizá una de las razones de que seamos tan susceptibles a creer en teorías de conspiración es que nos falta promover más la cultura científica, para entender que las causas de numerosos fenómenos son mucho menos obvias, y mucho menos simples, de lo que nos quieren hacer creer los que difunden estas ideas a través de las redes sociales.